miércoles, 12 de abril de 2017

Te has perdido quién soy.

Te he encontrado en la puerta de mi casa, sentado en el mismo escalón donde esperé a que llegaras la última vez, con el cigarro entre los labios y como única compañía el sonido de mi tacón casi rompiendo el suelo.
Nunca llegaste.
No volví a ponerme esos tacones.
No pensé que aparecerías tú llevando mi camiseta, pensando quizás que me harías sentir nostalgia.
Quizás.
Me dices, antes de que pueda pestañear y calmar el remolino que se acababa de formar en mi cabeza, que te entró miedo.
Miedo por la inmensidad que te estaba ofreciendo sin pedir nada a cambio, sólo la comodidad que el hueco de tu cuello me proporcionaba. Dijiste que te asustó mi corazón abierto, que no entendías cómo algo que sufrió una tragedia como aquella podía estar ofreciéndote un techo donde pasar la vida con las puertas abiertas y sin tener que pagar las tasas de estadía.
A mí me entró rabia porque yo tampoco lo entendía pero no por ello abandoné la batalla dejándote solo en primera línea de guerra, sino que permanecí contigo, codo con codo, hasta que fue la oscuridad de aquella noche la que me engulló.
Excusas tu marcha alegando que querías ver lo que la vida te quería ofrecer, comprobar qué sabor tenía el mundo si lo descubrías por tu cuenta y cómo se veía la luz a través de otros ojos que no eran los míos.
Ahora me ofreces esperarme en ese mismo escalón a que me reconstruya, a que forme mis cimientos, los cuáles tú pensabas que se encontraban en una situación de necesitada intervención, que se estaban tambaleando.
Me ofreces paciencia y cuidado porque creías que tu marcha fue la peor de todas.

Si te soy sincera, una ráfaga cargada de dudas cruzó mi mente en el transcurso de tu discurso y llegué a cuestionarme si podría soportarlo y, aunque dijiste que el marcharte no te sirvió de nada, que me querías tener a tu lado cuando todo lo que deseabas se hiciera realidad, me di cuenta de que yo no.
Te sorprendiste cuando te dije que ya había sanado y un rayo de esperanza iluminó la puerta de mi casa porque sonreíste cual vencedor que recupera un premio que una vez fue suyo, y seguiste sonriendo hasta que de mi boca salió el demoledor "pero".

He sanado, sí, pero a diferencia de lo que pensaste, significa que he avanzado, que me he conquistado y que te has perdido ese proceso, te has perdido quién hoy soy.
Te has perdido cómo afronto los hechos sin resguardarme detrás del escudo de alguien más, les planto cara y me río de ellos y, a veces hasta de mí, porque he aprendido a no llorar en mis caídas. Te has perdido lo fuerte que ahora soy y la de batallas que he librado sola. Te has perdido el no temerle al amor y abrazarme a mí misma cada vez que veo mi reflejo sin necesidad de ir rogando a nadie que me diga qué piensa de mí.
No conoces a la mujer que ahora tienes delante, ni cómo es la manera en la que ahora sueño o río o cómo piso el suelo con más determinación, seguridad y con las ganas a punto de salir despedidas desde mis labios por gritar que el mundo me absorba y me devuelva más llena, más sabia, más libre.

Y todo esto no lo sabes porque te fuiste por miedo a un corazón que juré tuyo.

Te has perdido mi revolución y no voy a narrártela porque no hay palabras, ni fotografías, ni rumores que le hagan justicia.
Te quedaste pálido y yo me sonrojé (sí, estoy tan llena de color que se me desbordan hasta las mejillas)
Ese día quedó marcado como mi primera victoria conmigo misma. Hasta ese momento no sabía que hacíamos tan buen equipo.

1 comentario: